lunes, 15 de diciembre de 2008

"Pequeña Fortuna" (cuento de Olivia Mora)

Las tripas le sonaban tanto que la despertaron, la cabeza le pedía a gritos un analgésico y el hígado le suplicaba “¡no más!”. A pesar de esto, su corazón estaba tranquilo, tal vez más que nunca, pues con el tiempo ya se había acostumbrado a los violentos y celosos episodios como el de anoche, que a veces le hacían odiarlo tanto como para matarlo, pero que luego de unos segundos le hacían volver a morir de amor por él... era un jueves 25 de septiembre de 2006 y ya nada de eso le pasaba.

Con una leve sonrisa recordó que la noche anterior, a pesar de todo, había sido una de las más buenas, tanto que pasó a integrar la lista de esas que es mejor no contar por miedo a que algún día tus hijos –si es que llegas a tenerlos- puedan enterarse. Sin duda el olor no se iría en un buen tiempo de las paredes, de las cortinas de la sala, del tapiz de los sillones, de los cojines de las sillas, de las almohadas del dormitorio, del mantel de cocina.

A pesar de que el hambre la inquietaba, estaba a la vez tranquila porque sabía que en diez minutos más -que es lo que demora en caminar de su departamento, ubicado en el barrio más taquillero de la ciudad, hasta el cajero más cercano- tendría dinero otra vez en sus manos. Esos 150 mil pesos que papá y mamá le depositaban cada mes para poder vivir en aquella luminosa localidad, le vendrían como anillo al dedo.

Pensando en aquello, Anita se levantó como pudo, se puso algo de ropa, sus zapatillas favoritas -sin calcetines- y sólo reparó en acomodar un poco su cabello. Su enamorado ya se había ido hace rato, pero después que el resto de los invitados.

Llevaba en los bolsillos su tarjeta de crédito, las llaves de la casa, el encendedor prestado y un cigarrillo, el único que le quedaba. Bajó las escaleras, no saludó al vecino, pues él tampoco acostumbraba a saludarla. Salió del edificio, le sonrió al conserje y extrañamente feliz iba silbando una vieja melodía, extrañamente feliz, como premeditando que en un par de horas más los planes pensados antes de levantarse, cambiarían radicalmente sus ideas.

La calle se veía tranquila, como si la gente justo ese día hubiera decidido no salir. Al parecer, hasta las palomas se habían tomado el día libre pues, como nunca le fue imposible contar más de tres sobre la pileta de la pequeña plazoleta de, la también taquillera, esquina.

Si bien el hambre no pasaba inadvertida no hizo esfuerzos por apurar el paso, pues el día estaba tan extrañamente agradable que prefirió disfrutar su cigarrillo tranquilamente, caminando, mirando como nada pasaba... de todas formas, el hambre sería más tarde sólo un detalle insignificante. Como si hubiera hecho un cálculo perfecto, su llegada a destino coincidió con la última bocanada del barrilito nicotinoso. El cajero automático, solitario, la esperaba con la puerta semi abierta por lo que ni siquiera tuvo que pasar la tarjeta por la ranura.

Lanzó la colilla hacia la calle y -siempre lenta- entró a la cabina de paredes transparentes. Metió la mano a su bolsillo trasero para sacar la tarjeta de crédito y realizar la operación mensual cuando se dio cuenta de que alguien –lógicamente la última persona en utilizar el cajero- había olvidado retirar el dinero, así es que, sin retirarlo, miró hacia todos lados, se asomó por la puerta, buscó a algún guardia, pero nada de nada pasó.

No había guardia, no había más gente.

El fardo de billetes olvidados era el más grueso que Anita jamás había visto, no sabía que hacer. Seguía con hambre pero la curiosidad de saber de quien era tanta plata le hizo olvidarlo por un buen rato.

Lo primero que se le vino a la mente fueron aquellas historias que vio alguna vez en televisión de gente que se había encontrado dinero, pero que lo había devuelto, por lo que no le costó hacerse la idea de verse saliendo en el noticiero de la noche, como la heroína que le devolvió la suculenta suma dinero a sus distraídos e idiotas dueños. De hecho, en un momento se convenció de que sería muchísimo mejor salir en pantalla que gastar un montón de billetes en esas tonterías que le encantaban. Sin embargo, pasaban y pasaban los minutos y nadie aparecía.

De repente, y como si alguien la hubiese zamarreado, se paró de golpe y pensó en que tal vez el hambre, que a esa hora ya la estaba matando, la estaba haciendo también alucinar.

Hace dos horas que se había sentado bajo la mesita en donde la gente rellena los vales y sobres de depósitos. Hace dos horas que esperaba ahí, sólo por verle la cara a quien era capaz de olvidar su dinero en el cajero automático del barrio más taquillero del pueblo. Hace dos horas que se había mordido tanto las uñas que las tenía ya carcomidas por la impaciencia.

Anita se aburrió de aguardar. “He esperado tanto rato, he sido honrada durante dos horas... algo me merezco”, fue lo que pensó, y sin mirar a ningún lado, tomó el fardo de billetes nuevos y perfumados, que con mucha dificultad le alcanzaban en una sola mano (a pesar de que tenía los dedos muy largos), y se fue sin siquiera retirar el dinero de sus papis.

De vuelta a casa el camino se hizo mucho más corto. La alegre tranquilidad que la había llevado camino hacia esa mini fortuna, la traía de vuelta con una sensación más de ansiedad que de cualquier otra cosa. Ahora sí que se había olvidado de que tenía hambre, sólo quería entrar luego a su casa y contar el monto, consciente de que los olores de la noche anterior la estarían esperando, pero eso era lo que menos le preocupaba.

Ni miró al conserje, corrió por las escaleras, la llave de la puerta como nunca le acompañó y en un par de segundos ya estaba sentada sobre su cama guardando todo el tesoro en un estuche que en realidad conservaba para guardar sus maquillajes.

Igual como si hubiera pestañado, se encontró con un bolso pequeño lleno de cosas útiles subiendo a un bus con un cartel que decía “Chiloé”. No entendía bien por qué ese era el rumbo. Y a pesar de que estaba segura que allá estaría lloviendo, no llevaba nada de ropa la lluvia, ni para el frío, ni para la solitaria estadía... sólo una nota con un “te dejé cinco lucas, compra pan” -sobre la almohada de su compañero- le aseguraban la tranquilidad.

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